El Covid-19 no apareció de la nada. No es que tuvimos mala suerte o no lo vimos venir. Es algo que ha pasado antes con otras enfermedades y que estudios de distintas partes del mundo adelantan hace años: el modelo de desarrollo humano a costa de la destrucción de la naturaleza tiene como un efecto secundario la emergencia de nuevas enfermedades. En resumen: nos está saliendo el tiro por la culata. Y el problema no se soluciona con más ventiladores, cloro y mascarillas.

Todavía no se sabe con exactitud qué originó el Covid-19 y su rápida propagación, lo que sí se sabe es que se dio en un lugar donde hay tráfico de animales bajo cierto grado de estrés, en un contexto mundial de degradación de la naturaleza, cambio climático, alta tasa de urbanización y transporte globalizado. Una combinación mortal.

“Actividad humana, crisis climática y Covid están totalmente relacionados. No existe un límite. Hay mucha evidencia que muestra que la deforestación, la urbanización y la agricultura a gran escala destruyen la naturaleza y eso aumenta la probabilidad de transmisión de enfermedades, sobre todo zoonóticas”, dice la veterinaria y doctora en zoología, Rocío Pozo.

Lo que plantea la investigadora del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)² no es menor considerando que el 75% de las enfermedades infecciosas que afectan a los humanos son de origen zoonótico, es decir, que se transmiten entre animales (incluidos los humanos). Ejemplos son el Zika, la Malaria, el Hanta, la Fiebre porcina, el Ébola, la Rabia, la Influenza, el VIH y la Gripe Aviar.

Enfermedades como estas van al alza. Según la Organización Mundial de la Sanidad Animal, su alcance, magnitud y repercusiones mundiales no tienen precedentes históricos. ¿Cómo se explica esto? Científicos y estudios de distintas partes del mundo apuntan principalmente a dos factores: comercio de animales y destrucción de ecosistemas.

El Covid-19 apareció justamente en el mercado chino de Wuhan, donde se comercializan animales exóticos vivos como cocodrilos, puercoespines, crías de lobo, serpientes, gatos salvajes y murciélagos. A las malas condiciones de higiene se suma el malestar de los animales. “Cuando se trafican, los animales se someten a un nivel de estrés muy alto y eso hace que demuestren patógenos que en un estado inmunitario normal no demostrarían”, explica Rocío Pozo. En 2003, en otro mercado húmedo -como se les llama por tener sus pisos llenos de agua y fluidos animales- se dio el salto zoonótico del Síndrome respiratorio agudo grave (Sars) desde un murciélago a un humano, que terminó en una epidemia que afectó a ocho mil personas.

Pero el riesgo no se da solo en circunstancias de tráfico de especies silvestres, sino en algo tan cotidiano como la industria alimentaria. Según el informe de la FAO Ganadería Mundial: un panorama de enfermedades cambiantes (2013), un 70% de las nuevas enfermedades que han surgido en seres humanos en las últimas décadas son de origen animal y gran parte de ellas están relacionadas con la búsqueda de alimentos como carne, huevos y leche. El documento señala que “la sanidad ganadera es el eslabón más débil de la cadena de la salud mundial”.

Como solución, proponen un enfoque de la salud llamado One Health (Una salud, en español), que atienda desde una perspectiva multidisciplinaria la relación entre medioambiente, animales y humanos. “No podemos abordar la salud humana, animal y del ecosistema de forma aislada la una de la otra: tenemos que considerarlas de forma conjunta. Y hacer frente a las causas de la aparición de las enfermedades, su persistencia y propagación, en lugar de combatir simplemente las enfermedades cuando surgen”, dijo, a propósito del estudio, Ren Wang, Director General Adjunto del Departamento de Agricultura y Protección del Consumidor en la FAO.

La industria ganadera también se vincula a la devastación de ecosistemas naturales, uno de los aspectos que facilita la aparición y dispersión de enfermedades. Es lo que ocurre en el Amazonas, donde al menos el 80% de la deforestación de la selva se debe al uso de tierra para pastoreo de vacas de consumo humano, según datos de la Escuela de Estudios Forestales y Ambientales de Yale (2019).

El ecólogo brasileño e investigador del Centro de investigación metereológica y climática aplicada a la agricultura de la Unicamp, David Lapola, advierte que si la deforestación de la selva amazónica continúa la próxima gran pandemia podría gestarse en Brasil. Y es que en lo que va del primer semestre de 2020 han sido talados cerca de 1.200 km2, según datos satelitales del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE). La superficie es equivalente al doble del tamaño de Santiago. Esto significa un aumento del 55% en comparación a la tala realizada en el mismo periodo durante 2019, cuando el presidente Jair Bolsonaro minimizó el avance de incendios vinculados a deforestación que en un solo mes consumieron dos millones y medio de hectáreas de la selva, considerada vital para el equilibrio del clima mundial.

Lapola afirma que la relación entre el deterioro del medioambiente y surgimiento de enfermedades se repite. Según explica, es lo que ha ocurrido con el VIH, el Ébola, el Dengue y ahora con el Covid-19. “Es una relación histórica, fueron todos virus que se diseminaron de forma muy grande a partir de desequilibrios ecológicos”, dijo en una entrevista a Agence France-Presse. A propósito de Ébola: hace unos días se registró un alarmante rebrote en El Congo y ya se ha transformado en una nueva epidemia. A propósito del Dengue: está causando estragos en Argentina, que superó los contagios de años anteriores con más de 41 mil casos en lo que va de 2020.

Para graficar lo que plantea Lapola, podemos tomar el caso de la Malaria. Un estudio de 2019 hecho por la EcoHealth Alliance concluyó que las poblaciones humanas que viven cerca de zonas deforestadas de Malasia tienen mayores índices de Malaria y de contagio que en donde hay menos deforestación. Esto se explica porque en lugares donde no hay árboles, hay más entrada de lluvia, que se acumula en charcos grandes que son el hábitat perfecto para los mosquitos que transmiten los parásitos.

La lección es que los ecosistemas en equilibrio tienen barreras naturales que impiden la dispersión de virus, bacterias, parásitos y hongos. Por ejemplo, cierto grado de temperatura, un nivel de humedad y la presencia de depredadores que mantienen bajo control a otros animales que podrían contagiar a los humanos. Todo indica que si hay naturaleza perturbada hay más probabilidades de enfermedad.

Esto es algo sabido en Chile. Incluso el Ministerio de Salud ha dado cuenta de la relación entre crisis ambiental y enfermedades. En su página web indica que “los cambios climáticos observados en los últimos años han impactado en la modificación de los nichos ecológicos en que se desarrollan muchas de las enfermedades infecciosas. Las enfermedades transmitidas por vectores y las zoonosis no son una excepción a ello, por lo que aumenta el riesgo de ocurrencia, reaparición o diseminación de algunas, como el dengue”.

A pesar de la evidencia, nuestro país sigue teniendo una pobre protección de los recursos naturales. Es cosa de ver lo que ocurre con la deforestación del bosque nativo para destinarlo a monocultivos, las intoxicaciones en zonas de sacrificio plagadas de termoeléctricas como Quintero y Puchuncaví o los problemas de higiene en Petorca por la falta de agua. También los graves riesgos a la salud que implica la industria salmonera, en la que se usa una cantidad gigantesca de antibióticos (500 veces más que lo permitido en Noruega) que son liberados al mar y pueden generar macrobacterias, que al mutar se hacen resistentes a los tratamientos médicos ya conocidos y facilita la emergencia de pandemias.

“El respeto a la vida salvaje es fundamental. Meternos con su hábitat es jugar con fuego y arriesgarnos a mutaciones de virus que pueden tener consecuencias agresivas para un mundo que es desigual y puede costarles la vida a miles de personas”, dice Matías Asún, director nacional de Greenpeace. Y añade: “Pero al mismo tiempo hay que mejorar el acceso a la salud, no solo entendida como un servicio médico, sino las condiciones básicas de bienestar, como garantizar el agua. El Covid opera magnificando todas aquellas brechas sociales que no quisimos ver antes”.

Y es que en plena pandemia son miles las personas que, por no tener acceso al agua, no pueden lavarse las manos; la medida más básica para prevenir el contagio de Covid-19. Es lo que ocurre en Petorca, donde se han secado los ríos y el agua de las napas es succionada para regar las enormes plantaciones de paltas mientras la población debe abastecerse por camiones aljibes que en algunos casos entrega solamente 20 litros diarios por persona, siendo que el mínimo recomendado por la OMS es 100 litros.

“Esta es una oportunidad para tomar conciencia y acción. El Covid-19 nos ha abierto a repensar y corregir nuestra relación con el medioambiente. La ciudadanía está disponible a hacer cambios. Millones de personas están cuestionando las bases del sistema chileno y es algo que está pasando a escala global. Sinceramente, yo le tengo fe a la humanidad”, dice Asún.

No sabemos si la pandemia era completamente evitable, pero sí sabemos que se pudieron haber tomado medidas que ayudaran a prevenirla. La buena noticia es que al ser conscientes de que nuestra actividad impacta en la naturaleza y, por lo tanto, en la generación de enfermedades como el Covid-19, podemos hacer algo al respecto para evitar que esto se repita a futuro en vez de esperar de brazos cruzados la próxima catástrofe.

Hay muchas medidas que se pueden tomar para avanzar en la línea de One Health. Matías Asún da algunos ejemplos de lo que se podría hacer ahora en Chile: consagrar el derecho al acceso al agua en la constitución, aprobar el proyecto de ley de protección a los glaciares, cerrar las termoeléctricas, avanzar en energías limpias y firmar el acuerdo internacional de Escazú, que vela por el acceso a la justicia en asuntos ambientales y la participación ciudadana en la toma de decisiones relacionadas a este tema.

Aniquilar los ecosistemas en nombre del progreso humano arrastra a nuestra especie y a todo el resto. Cada daño que le hacemos a la Tierra nos lo hacemos a nosotros mismos. No se trata solo de evitar el sufrimiento de otros animales o ser buena persona; se trata de un asunto de supervivencia. La disminución de gases de efecto invernadero y la reaparición de animales salvajes en distintas partes del mundo como efecto de la disminución de la actividad humana dan cuenta de que la naturaleza tiene una enorme capacidad de resiliencia. No la desperdiciemos.

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